La auténtica religiosidad nos anima a recordar los valores del Evangelio
transmitidos por el estrictamente privado. Hay que obedecer a Dios para volver
de verdad al hombre, respondiendo a las grandes preguntas de éste, y mostrando
la aportación de humanidad, de razón y de libertad, que ofrece la fe cristiana.
Es cierto que el hombre puede excluir a Dios del ámbito de
su vida. El alejamiento de Dios lleva consigo la pérdida de aquellos valores
morales que son base y fundamento de la convivencia humana.
La religión cristiana favorece la vida espiritual de las
personas y de los pueblos, iluminando la dimensión cultural y social, la
económica y la política. “No se trata de una confrontación ética entre un
sistema laico y un sistema religioso, sino de una cuestión de sentido al que se
confía la propia libertad”, ayudando a la persona a tomar conciencia de su
verdadera identidad. Y el progreso pretende sustituir la providencia de Dios.
Es momento de preguntarnos qué es lo que amamos en una
cultura marcada por lo efímero y lo voluble, donde los vínculos son cada vez
más superficiales, donde el individualismo hace vulnerables a las personas y
donde se pretende que la vivencia religiosa quede marginada.
Dios nos ama y nos bendice con la gratuidad de su gracia.
Somos llamados a reflejar la presencia de Cristo en el mundo y a discernir
creyentemente la realidad. “Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en
el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el
juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza.
El espíritu del Resucitado nos hace sentir la urgencia y la
belleza de anunciar su Palabra y dar testimonio de Él entre los hombres. “En el
cristianismo todo termina siendo derivado de Cristo o referido a Cristo: la
búsqueda de Dios, la esperanza humana, la relación con el prójimo.
Podemos hacer presente el amor de Cristo en el mundo.
Dirigir nuestra mirada al cielo es posibilitar que en la tierra brille el
reflejo de la gloria de Dios.
NON NOBIS DOMINE NON NOBIS SED NOMINI TUO DA GLORIAM