La
paciencia es la virtud por la cual se sabe sufrir y tolerar los infortunios y
adversidades con fortaleza, sin lamentarse. También significa ser capaz de
esperar con serenidad lo que tarda en llegar.
Es cierto,
la paciencia es un fruto del Espíritu Santo y debemos pedirlo constantemente.
Esta virtud es la primera perfección de la caridad, como dice san Pablo: “La
caridad es paciente, es servicial; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se
engríe; es decorosa, no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el
mal; no se alegra en la injusticia; se alegra en la verdad. Todo lo excusa.
Todo lo cree. Todo lo espera.
Todo lo soporta”
Las
adversidades diarias nos invitan a sufrir con paciencia la ignorancia, el
error, los defectos e imperfecciones de los miembros de la familia. Sufrir con
paciencia, se convierte en una hermosa obra de misericordia espiritual. ¡Cuánto
más paciente ha sido Cristo con nosotros!
Paciencia:
Es espera y
sosiego en las cosas que se desean.
Es aprender
a esperar cuando realmente no quieres.
Es
descubrir algo que te gusta hacer mientras estás aguardando, y disfrutar tanto
de lo que estás haciendo que te olvidas que estás haciendo tiempo.
Es dedicar
tiempo a diario a soñar tus propios sueños y desarrollar la confianza en ti
mismo para convertir tus deseos en realidad.
Es ser
complaciente contigo mismo y tener la fe necesaria para aferrarte a tus
anhelos, aún cuando pasan los días sin poder ver de qué manera se harán
realidad.
Es hacer
cosas que te mantengan sano y feliz y es saber que mereces lo mejor de la vida
y que estás dispuesto a conseguirlo, sin importar cuánto tiempo sea necesario.
Es estar
dispuesto a enfrentarte a los desafíos que te ofrezca la vida, sabiendo que la
vida también te ha dado la fuerza y el valor para resistir y encarar cada reto.
Es la
capacidad de continuar amando y riendo sin importar las circunstancias, porque
reconoces que, con el tiempo, esas situaciones cambiarán y que el amor y la
risa dan un profundo significado a la vida y te brindan la determinación de
continuar teniendo paciencia.
La
prudencia es una de esas virtudes de las que apenas se habla y que, sin
embargo, resulta ser una clave en el dificilísimo arte de ordenarnos rectamente
en nuestra relación con el prójimo. No nacemos prudentes, pero debemos hacernos
prudentes por el ejercicio de la virtud. Y no es tarea fácil.
El
pensamiento puede descarriarse como se descarría la voluntad, porque está
expuesto a las mismas pasiones y a los mismos condicionamientos. Pensar y bien
exige una gran atención, no sólo sobre las cosas, sino principalmente sobre
nosotros mismos.
Hay que
saber estar atentos sobre las razones, pero mucho más sobre nuestras pasiones
que son las que nos impulsan al error.
Porque los hombres solemos errar por
precipitación en nuestros juicios, afirmando cosas que la razón no ve claras,
pero que estamos impulsados a afirmar como desahogo de nuestras pasiones. Quien
no sabe controlar sus pasiones, tampoco sabrá controlar sus razones y se hace
responsable moral de sus yerros.
La razón es
la que ha de regir nuestra conducta en la verdad y por eso la prudencia es la
primera de las virtudes cardinales. Pero la verdad requiere tener sosegada el
alma para conseguir tener sosegada la mente con objetivas razones.
Señor,
enséñanos a orar en familia como santa Teresa para tener paciencia: “Nada te
turbe. Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia, todo lo
alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta: sólo Dios basta”.
NON NOBIS DOMINE NON NOBIS SED NOMINI TUO DA
GLORIAM